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Ha salido la misa


Ha salido la misa. El campanario

inicia su oración en las montañas

y me pregunto si el sonido, ayer,

era el mismo,

si suena más cansado en mi silencio

o todavía guarda entre sus ondas

alguna queja en sepia

dormida en las vendimias.


¿Cuánto de mí habita entre los mármoles,

en la humedad del eco en las bodegas,

en el vino añejado en otros tiempos

por unas manos casi mías?

¿Cuánto de mí retrata mi silueta?

¿Cuántos adioses caben en el alma?


Ha salido la misa.


Todos hablan de impuestos y banderas,

alguno tose

―en el idioma azul de las olivas―

y ninguno se entera que, en el viento,

el tren ha respondido a las campanas.

De noche





De noche,



salimos de la mano a la ciudad



a caminar silencios, como extraños del mundo.




Tú vas llena de besos alunados



porque no ignoras el amor que crece



en la región delgada de la calle



y dibujas la luz de las farolas



en toda insinuación azul



que vuela entre nosotros,



llevas algún asombro en tu cartera



y caen de tu chal nuevos tremores



cuando un largo suspiro me rescata.


 
  
 -Hermosa está la noche



 -Muy hermosa



Digo. Dices;



y un nuevo espacio nace en el silencio



que un beso ajeno llena






y expande.







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Acércate



Acércate.
Hace frío.
No sé por qué el fuego tiene rostros
y el vino se hace espeso en este vaso,
ni por qué el espacio de la lluvia
ostenta el vértigo del tiempo
como un lunar callado en la mejilla.

Siéntate;
aquí a mi lado,
escucha cómo hablan estos muebles,
cómo se quejan esas puertas
y cantan las ventanas esta noche
en la que quiero hablar contigo de nosotros
y estas cosas que versan en tu idioma
y el mío,
para que no se vayan las palabras

o el polisón que las sostiene.





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He visto en vuestros ojos



He visto en vuestros ojos la noticia
que sangra de azul los calendarios,
pero ayer,
ayer miré en el mundo nuestros rostros
con el mismo color de las distancias
pasar y no pasar en un desfile
apenas ensayado en el silencio.

Rompamos cada puerta que se cierra,
cada torre sin luz, cada muralla
de hiedra venenosa, cada signo
de sal en el olvido, cada grano
de mostaza o azul, en el recuerdo.

Porque he visto periódicos sin alma,
revistas literarias que traspapelaron
el ciervo blanco de García Lorca
antes de su bautismo
y no han visto caer la lluvia
sobre un espejo.

Y siguen
narrándome noticias que no existen
con caras inventadas por viejos diccionarios
ya no los rostros blancos de poetas
que saben el valor de la utopía,
sino los despreciables
los porteros
que siguen
cantándome de ayeres del revés
con brincos de zamuro en cada línea
o suavidades inconscientes
de conejo.

¡Ah!
¡Que mueran los porteros de la historia!

Porque un poeta grande abraza la utopía
que construyó con versos y metáforas
y sólo he visto días repetirse
con extraño compás, con displicencia
premeditadamente abominable
por no decir al mundo
que ha muerto un sueño.



 
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