Existe una mujer en un poema
que mira siempre el mar y que su rostro
es un enigma desnortado
caído del crepúsculo.
Ella no sabe
de días ni de noches ni de lluvias
y escarba el horizonte impresionista
como quien ve partir a la esperanza
o espera la llegada de cargueros
venidos desde el puerto sucedáneo
de la melancolía.
Nadie sabe si llora
o su sonrisa es vuelo
de gaviotas de niebla,
si sus manos se enlazan o son cuenco
que espera a que una lágrima de nubes siempregrises
caiga, como las horas caen en un reloj,
si el mar es mar o esbozo de una promesa áspera
y atardecida,
y nadie le confiere potestades
de andarse en las arenas
con un dejo de morbo en la cintura
o un ademán de sangre entre sus labios.
Una mujer en un poema
atrapada entre el blanco de una página
y la metáfora de las libélulas
que se miran bailar en un estanque;
mujer
que se nace palabra del ocaso
mientras pronuncia un nombre hecho de sombras.
Así la he visto, escrita en versos,
y me tendrán que permitir, amigos,
ahora que atardece la memoria
y el mar es mar apenas bosquejado,
que diga, simplemente, en el poema
que nace en vuestros ojos, sin permiso,
que la amo.